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lunes, 25 de agosto de 2014

Cuando las armas sustituyeron a los zapatos (III).

http://petreraldia.com/reportajes/cuando-las-armas-sustituyeron-a-los-zapatos.html/3

Miguel «Cabrochu» me apareció un día cualquiera, en la «cuesta de La Tenderina», ba­rrio en el que se encontraba la Fábrica Nacional de Armas, en la que trabajaba y vivía cerca. Nos identificamos. Me llevó al taller de Carpintería de Jesús Granda, capataz que fue de la «made­ra» en el «montaje» de los fusiles y afloraron también los recuerdos. Al vasco Miguel Gimeno lo pude localizar, en una ocasión única (1943) que pasé por Eibar, donde vivía y regentaba un modesto negocio familiar, dedicado a la fabricación de cañones para escopetas. Son todo re­cuerdos.
Precisando
El complejo al que me referido en este traba­jo es lo que se conoce como la «Ciudad sin ley», en el Petrer actual. Me he permitido sa­tisfacer este trabajo, con unas fotografías que representan lo que hoy es este lugar, motivándolas con algún texto aclaratorio, al pie de las mismas, de lo que fueron. Posiblemente este sitio, será objeto de modificaciones urba­nísticas —próximo futuro— dado las posibles actuaciones que se tienen previstas, en luga­res cercanos a este recinto.
De la Fábrica de Armas —parte de la his­toria de este pueblo— es posible que no de­jen huella alguna de este hecho irrepetible. Lo considero normal. De «Luvi» — reminiscencia próxima importante que fue de nuestra actividad fabril más significativa, los calzados, ejemplo que me permito asemejar a este lugar—, no queda señal alguna notoria. Es otra cosa. La creo más representativa para el pue­blo. Estimo lamentable el ovido, si al final que­da definitivo. Sin afanes pretensiosos, espero que mi relato y fotografías ilustrativas, pue­dan rememorar modestamente otros tiempos algún día. Menos es nada.

Se aprecian las ampliaciones que hubieron de hacerse por necesidades complementarias. "Empavonado", "Almacén", "Economato", etc. y en medio de las primeras, estuvo la entrada al "Refugio". Las fotos son de julio de 2003.
Hubo otra fábrica instalada en lo que fue García y Navarro, dedicada a la produción de carcasas de proyectiles de cañón y alguna otra más en Elda con los fines militares espe­cíficos de las mismas. Desconozco pormeno­res. Mis recuerdos he intentado remitirlos a los vestigios que fueron vividos exclusivamente por mí. Petrer ha crecido. 31.000 habitara creo tenemos y estamos a mediados del 2003 ¡Y sigue!..
JOSÉ MARÍA NAVARRO MONTESINOS
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Las personas
Me voy a referir a las que tuve un contacto más directo, por su proximidad o colabo­ración mía en los trabajos generales. A mi izquierda estaba quien llegó a ser un ami­go entrañable, en la niñez como en la ado­lescencia. Claudio Román fue el aspirante que mejores notas sacó para el ingreso co­mo aprendiz. Era aplicado y listo, aunque re­traído. Carácter de apreciada bondad amis­tosa, era estimado en los ámbitos en los que se movía. Murió sin haber cumplido los 20 años, como consecuencia de una tuber­culosis. Terminada la Guerra Civil Españo­la transcurrieron años muy paupérrimos, habiéndose asentado en nuestro pueblo— durante un alargado periodo de tiempo— un ambiente empobrecido y misérrimo, pro­piciando el advenimiento de esta enferme­dad funesta. Lo cuento con mayor detalle en mi libro «Nacer y Vivir en Petrer» de mis «memorias», que fue editado en Enero de 2002.
A mi derecha José Ramírez —un año más que yo— era un valenciano que vino con su familia procedente de Castellón, los más co­mo operarios de la fábrica, pues, ya lo vení­an siendo. Hicimos buena amistad y termi­nada la contienda lo visité alguna vez en su domicilio de Valencia. A su derecha un «tor­nillo» sin ocupar, para trabajos circunstan­ciales, se encontraba en situación de dispo­nible.
El tornillo de enfrente de Claudio, en «teoría» pertenecía a José León Jover—conocido por «Clemente»— (otro aprendiz amigo de la in­fancia agregado a esta sección, pero ejer­ciendo su misión fuera de la misma, al tener su lugar de trabajo en el «probadero» de los fusiles, como auxiliar de un oficial especializado, del que sólo recuerdo su mote—»el Cuervo»— de talante afable y dicharachero como buen asturiano).
El siguiente estaba ocupado enfrente del mío, por un vasco característico. Deogracias Landeras era su apelativo formal. De acusada personalidad y talante amable y expresivo, era alto y corpulento y yo aprendía con sus consejos. Sufría una úlcera de estómago, que lo hacía rabiar en determinadas situaciones. No habían en aquellos tiempos lejanos medios farmacéuticos que aliviaran el dolor, como ahora poseemos. Había que ver a una persona de volumen como ésta, revolcarse en el pavimento del piso, encogiendo y contrayendo su amplia musculatura, intentando minimizar el sufrimiento horrendo que padecía a menudo. ¡Impresionante!
Guardo de este personaje singular una anécdota que me afecta. Intento contarla pretendiendo amenizar el relato. La nave del «Montaje» propiamente dicha, con un anexo para los delineantes, ocupaba el completo del espacio alto, de lo que fue la Fábrica de Calzados de Alfonso y Francisco Chico de Guzmán.
En invierno para mitigar el frío, se disponía de un barril circular de chapa metálica dura, que situado en el centro de la nave, quemaba el sobrante de la madera con la que se hacía la culata del fusil y de vez en cuando, nos acercábamos al calor de sus llamas a la vista, para calentar las manos al menos, aliviando su frialdad.
Yo me personaba al puesto de trabajo, vestido con una cazadora como abrigo, que me quitaba —quedándome en mangas de camisa— para ejecutar mi trabajo habitual, delante del tornillo de mi puesto de trabajo. Pasaba frío. Un día Deogracias Landeras, con sorna graciosa y aprecio manifiesto, me espetó sorprendiéndome: «¿La cazadora, la guardas para el mes de Agosto?»… Asimile la lección y ya más no me la quité.
A continuación del vasco, un castellonense de Villarreal de apellido «Gozalvo», ocupaba el «tornillo» correspondiente. Procedía de una familia muy industrial —importante— dedicada a la construcción de carrocerías para camiones. Al parecer este apellido aún se vincula por aquellos lares con este tipo de industria significativa. Sobria amabilidad y pocos deseos de comunicación excesiva —apreciación intrascendente de mi parte— parecían dar a entender sus resentimientos, respecto de cómo hubo de afrontar su familia, cómodamente instalada posiblemente, las contrariedades propias de la guerra civil. Buena persona y competente en sus obligaciones, favorecía nuestro aprendizaje en cuanto podía. El capataz de esta parte de la sección, dedicada al ensamblaje de las piezas metálicas del fusil —cañón al que se había incorporado el «punto de mira», caja de meca­nismo y percutor unido al gatillo— se llamaba Miguel Peirats, que procediendo de Castellón, se trasladó a Petrer con su familia al completo.
Inherente a esta fracción de la Sección, ha­bía un apartado de la misma, con dos ope­rarios —oficial vasco especializado y ayu­dante asturiano muy competente— dedica­dos a un trabajo muy peculiar, como era la comprobación del enderezado del conducto del cañón por el que sale la bala cuando se dis­para el fusil. Ambos con el mismo nombre de pila. El vasco Miguel Gimeno, procedente de Eibary el asturiano de Oviedo, Miguel tam­bién, que lo distinguíamos por «Cabrochu», apodo típicamente astur.
No me resisto a contar un incidente en esta sección, en el que estuve involucrado acci­dentalmente, que pudo tener consecuencias graves para mi persona. Lo explico. En principio el oficial —valiéndose de su ex­periencia y buena vista—verificaba si en el conducto interior del cañón, por el que habría de salir la bala al ser disparada, se apreciaba alguna sombra perturbadora, cuestionando su pureza y rectitud, que el especialista pro­curaba corregir con su pericia profesional, —con una prensa singular que disponía al efecto— dando suaves golpes para endere­zar, en el lugar determinado del cañón que la vista le indicaba como conveniente. Posteriormente, con la caja de mecanismo completa incorporada al tubo del cañón, la comprobación consistía en ver si el conduc­to, se encontraba en buenas condiciones. Pa­ra esto, se sujetaba el conjunto fuertemente en un tornillo de banco. Se hacía trabajar el percutor introduciendo una bala sin pólvora, especial para este menester. Se simula­ba el disparo y si la bala se extraía sin pro­blemas, el arma que se construyera con es­ta base mecánica y automática, iba ser bue­no sin duda y funcionaría bien, que era lo deseable. Previamente se había introducido en el conducto una baqueta metalica co­rriente, para liberar el proyectil en el supuesto de quedar atascado.
Un día hubo un fallo incomprensible, ¿des­cuido?… ocurrió sin más. Entre las balas de «pruebas» se habría mezclado una pieza normal, con pólvora y pistón, que en la prue­ba salió disparada y expulsó la baqueta con fuerza y esta con un sonido silbante —co­mo una flecha terrible—vino hacia mí, pues, la tenía enfrente, rozándome la oreja iz­quierda, incluso produciéndome sangre. ¡Me­nudo susto de todos! ¡Si me hubiera dado de lleno!… Miguel Gimeno descompuesto y en cuanto a mí, no quiero ni pensarlo. ¡Volví a nacer!… suele decirse en ocasiones como ésta. Me consuela haberlo podido contar.
Cuando al cañón se le habían aplicado sus atributos de disparo correspondientes —ca­jón de mecanismo y punto de mira inclusive, con pruebas positivas—, este se llevaba a la Sección de Empavonado que consistía en dar una capa superficial de óxido negro abri­llantado, mejorando el aspecto del conjunto de acero que cubría, evitando su corrosión. Es­ta Sección —atendida por mujeres exclusi­vamente y orientada por una de ellas—, se encontraba integrada a la incumbencia del Montaje.
El pavonado que había penetrado en el inte­rior del cajón de mecanismo, había que eli­minarlo puliéndolo después, dejando un hue­co limpio y brillante. El lugar donde se asen­taba el cerrojo y el gatillo de disparo normal, había de quedar en su pureza inicial. Era un trabajo minucioso delicado —que sustituyendo la lima—se realizaba con pa­lillos especiales de madera fuerte, impreg­nados de una sustancia de esmeril pastosa y dócil para este cometido, que luego se lim­piaba con petróleo. Era una operación que hacíamos los aprendices, con la supervisión y correción de los oficiales. En la otra bancada —los trabajadores de ascendendiente carpintero— se dedicaban a ensamblar manualmente, la culata de ma­dera robusta, a la parte trasera del fusil. El capataz «Jesús Granda» era un asturiano simpático y ocurrente. En esta sección tra­bajaba Antonio Pina, que fue ebanista nota­ble en Petrer, habiéndose instalado terminada la Guerra Civil Española, en la industria y el comercio del mueble, con acierto y éxito, con­dición que perdura asistida por sus hijos. De talante amable y abierto, siempre me dis­pensó amistad y atención preferente, tal vez en recuerdo de aquellos tiempos singulares, de la Guerra Civil Española, que hubimos de compartir juntos. Me complace rememorar­los, en íntimo y postumo reconocimiento, pa­ra quien siempre fue considerado por el vul­go ciudadano, como persona buena y respe­table.
También Vicente «el de Galbis» petrerense «de pro», a quien le profeso sentimientos semejantes de mis recuerdos. Fue oficial en esta sección, aportando a la misma, su pro- fesionalidad y buen hacer en el ramo de la madera.
El completo de esta Sección, madera, metal, delineantes y probadero—»Montaje» en su conjunto—, la dirigía un asturiano singular, estatura mediana, rechonchete en su con­textura, talante amable, abierto y simpáti­co. Se llamaba Paulino Fernández a quien le dedico un recuerdo especial. Era un buen Je­fe. Nos ayudó mucho en nuestra promoción hasta la calificación que obtuvimos como «Aprendices de ajustador adelantados» a la que aspirábamos en nuestro trabajo.

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