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lunes, 25 de agosto de 2014

Cuando las armas sustituyeron a los zapatos (II).

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Esta obligación —la de sacar los escom­bros— duraba aproximadamente una hora o algo menos, y luego cada cual se trasladaba a su lugar del trabajo propio. Personalmente me dirigía a la sección de «Montaje». El «tornillo de banco» segundo, de la «bancada» metalúrgica concreta, era mi sitio. Cada operario poseía el suyo con diversidad de herramientas para el trabajo manual, según su responsabi­lidad, disponibles en un amplio cajón. En el mío como un ejemplo habían: limas de medi­das diversas y sierra para hierro; martillo, com­pases, escuadra, punzón de marcar, calibre o «pie de rey» (ambas denominaciones son fac­tibles), llaves y alicates de diferentes medidas, etc. Inherentes todas a la función que íbamos a desarrollar como «aprendices de ajustador» pues, ésta sería la denominación por la que íbamos a ser identificados.
Nuestra obligación inicialmente fue muy simple. Había que practicar con las limas. Nos en­tregaban unos tarugos cilindricos de acero blan­do (3 cms. diámetro y 8 cms. de alto, más o menos) que sujetos en el tomillo, íbamos desbastando con una lima ancha de grano grueso adecuado, de tal forma que el movimiento fue­ra cada vez más correcto, hasta quedar el re­sultado perfecto, con una superficie horizontal sin clareos ni sombras. Nada fácil al principio, progresábamos con la práctica, estimulados por las comprobaciones —que de vez en cuando, nos hacía el capataz, también el jefe de Sección- verificando nuestros avances en el dominio de la lima. Hacer bien este ejercicio, nos capacita­ba para afrontar con soltura después, cualquier otro trabajo de responsabilidad simple —por nuestra condición auxiliar de aprendices— pro­pios del ajustador mécanico cualificado.
Dos meses seguidos con esta práctica y otras complementarias, nos dispensaron la titularidad simbólica de «aprendiz de ajustador adelantado» a los alumnos destinados a esta sección. Y lue­go nos pasaron a trabajos más comprometidos. Como ejemplos la limpieza del cajón de meca­nismo del fusil, con limas y esmeril especializa­do, trabajo delicado y algunos otros menos re­levantes.
En el caso concreto mío, me asignaron la obligación de tener disponible un buen stok de tornillos pequeños, los hacía manualmente, des­tinados a la sujeción del anillo que iba a soste­ner el «punto de mira». El anillo se acoplaba al principio del cañón del fusil, con el tornillo que yo hacía y el «punto de mira» se integraba a éste, a través de un ajuste —muy metalúrgico por cierto, por la importancia de sus aplicaciones precisas denominado «cola de milano»— que proporciona una espiga en forma de trapecio, más ancha por la cabeza que por el arranque, fa­cilitando un ensamblaje perfecto. Trabajo de apariencia insignificante, pero muy preciso. (He­rramientas que utilizaba para hacer el tornillo: Va­rillas de acero calibradas, terraja con agujero ce­rrado con la que labrar la rosca y sierra para cor­tar los tornillos, las principales). Era yo un mu­chacho de 15 años. ¡Que más se le podía pedir!.
La producción
En la mañana de cualquier día laboral, en la Sec­ción del Montaje, quedaban terminadas 40 uni­dades de mosquetones Mauser—fusil algo más corto— cuya preparación se había iniciado en la tarde de la jornada anterior, llevándose —por nosotros los aprendices— al probadero, para verificar su precisión y eficacia.
El probadero era como un pasillo alargado al aire libre, donde al inicio había un trípode en el que se sujetaban los «mosquetones» uno a uno, en la medida que se iban probando.
Al final del pasillo se situaba una diana con el dibujo circular clásico, para cada una de las pruebas y a la derecha del pasillo había un saliente de protección desde el que el aprendiz José León «Clemente» —en este ca­so— informaba «cantando» en voz alta las excelencias o fallos de la prueba del mosque-tón correspondiente.
«Uno, dos o más puntos a la derecha, iz­quierda, alto, bajo», eran las voces que se em­pleaban según si el tiro se escoraba respecto del centro del blanco, que el oficial especialista as­turiano —el «Cuervo»—, iba corrigiendo con leves retoques del punto de mira, hasta dar con el lugar preciso, que el aprendiz «Clemente», con el grito de «¡diana! daba por bueno.
Era un trabajo muy responsable el de «Cle­mente» al que a veces acompañábamos en su «refugio» del probadero alguno de los otros tres aprendices, practicando nosotros. Claudio, el valenciano Ramírez o yo mismo. Y en ocasiones nos dejaban disparar a nosotros, sin peligro al­guno, pues, el mosquetón estaba muy «aga­rrado» al trípode de pruebas y sólo habíamos de apuntar y apretar el gatillo simplemente.
En los tiempos sobrantes, respecto de hacer la producción diaria, la sección en su conjunto se dedicaba al arreglo de fusiles «Checos», que nos mandaban inservibles por averiados. Nos traían algunas expediciones, que se encontraban depositadas en el almacén al que ya me he re­ferido, cercano a la casa del «tío Mulato».
Eran similares al Mauser español y utilizaban la misma munición. Se desmontaban todas las piezas seleccionando las que podían servir, que se limpiaban y se ponían en situación de buen uso. Con ellas disponibles se montaban los fu­siles que se podían. Los aprendices hacíamos un buen trabajo, desarmando piezas.
En la nave principal de la fábrica, que era la planta baja, se había instalado una sección muy completa de tornos, para hacer los cañones del fusil. Se hacían muchos, más de los necesarios para nuestra producción. Los restantes se man­daban a fábricas de otros lugares. Era la única pie­za que se hacía para el fusil en esta factoría. El resto de las demás a utilizar por nosotros, nos las mandaban de fuera.
En un momento determinado, se inició la instalación de una Sección que se iba a dedicar al montaje de Ametralladoras —pocas se llega­ron a terminar—, antes que la guerra llegara a su fin. Respecto de esta sección, que se montó en una nave exprofeso para este destino, se da la circunstancia, que en en la instalación de las líneas eléctricas, me destinaron a mi —unos dos meses—, como ayudante de los dos técnicos electricistas especializados, pertenecientes a la Subsecretaría de Armamento y con ellos amplié mis conocimientos de electridad, a la que ya era aficionado.
Aquí se encontraba la entrada general al conjunto fabril principal, con un adicional al final, que ya se hizo por la brigada de albañiles estables -los más de Petrer-, destinados a obras nuevas o reparaciones.

Pertenecer a la fábrica de Armamento era un buen «enchufe». Además de cobrar por nuestro trabajo (unas 15 ptas. diarias como aprendices) y saber que en el supuesto de mo­vilizarnos, no íbamos a ir a los destinos de los frentes de combate —pues ya estábamos cum­pliendo un servicio militar cualificado—, dispo­níamos de suministros especiales de comesti­bles desde el Economato instalado para la fábrica, que no se podían comprar en las tiendas del pueblo, totalmente desabastecidas de produc­tos esenciales.
El «chusco» grande de pan diario era segu­ro. Y en ocasiones podíamos adquirir lentejas, arroz y alimentos semejantes, en la medida que el camión con dos operarios a este fin, que exis­tía para ir por los sitios manchegos o valencia­nos —donde fuere— para adquirirlos, los con­seguían y traían. También nos facilitaban sumi­nistros especiales de carne o leche, gratuitos, pues, que estos procedían como ayudas de otros países simpatizantes o solidarios. De la Argen­tina recibíamos unos envíos de carne congela­da enlatada buenísima, que nos chupábamos los dedos al comerla.
En la carne de uso corriente disfrutábamos de ciertas ventajas, pues, mientras que en el pueblo ya se comían burros viejos y desvencija­dos, sacrificados en el matadero local, en el eco­nomato nos dispensaban carne de caballo y el racionamiento era más habitual. Sin manjares, los trabajadores de la fábrica de Armas no pasá­bamos el hambre, que en el resto de la mayo­ría de los ciudadanos del pueblo, sin medios, ya se empezaba a vislumbrar.
Para ir terminando
Además de los aprendices de Petrer que he men­cionado, entre los que me encuentro, hubo tres más que entraron mediante examen también: Jo­sé Valdés Poveda, de la misma edad que la mía; José Amat Azorín «Buch» y Juanito Maestre «Peche», que se exilió con su familia a Elche y allí ha terminado con su vida, al haber fallecido no hace mucho.
Estos aprendices fueron acoplados a la Sec­ción de «Utillaje», muy completa en maquina­ria mécanica, pues, el conjunto de las misma, estaba dedicada al mantenimiento y reparación de las disponibles en general, principalmente las máquinas del resto de la fábrica, destinadas a la función productiva. Era una buena sección en la que se aprendía bastante de mecánica. Sólo quedamos vivos dos de los seis: «Nuch» y «Costalet». Nuestros apodos son caraterísticos y por ellos también somos reconocidos.
El conjunto de la fábrica estuvo dirigida por un asturiano muy joven, procedente de Oviedo, con titulación de Ingeniero de Minas. Horacio Cuartas era su nombre y 24 años tenía cuando vino ha dirigir la instalación y el inicio de los tra­bajos.
A la Sección de Ametralladoras, se trajo a un amigo de Oviedo, muy cualificado llamado Ra­úl, para dirigir y organizar esta división tan im­portante, en un periodo —que estando muy avanzada la Guerra Civil y casi presintiendo el fi­nal adverso que se avecinaba—, sólo pudo dar lugar a la producción de pocas unidades.
A alguno de estos personajes los pude ver terminada la guerra, en la década de 1943, cuando me iniciaron en la actividad de viajante en la Empresa en la que trabajaba, teniendo los 20 años cumplidos, siguiendo en este oficio has­ta 1954.
Al director me lo encontré —ocasión ca­sual—, en el Hotel Paris de León. Me reconoció y facilitó vernos algunas veces en Oviedo — donde residía— durante mi estancia de varios dí­as en aquella capital, cuatro veces al año. Le gustaba recordar Petrer, donde tantas huellas había dejado de índole diversa. Algunas veces lo acompañaba su amigo Raúl.

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